Se nos invita, con insistencia y acierto, a cuidar nuestra vocación. A alimentar el don que cada uno hemos recibido. A nutrirnos y procurar aquello que más nos llena en nuestro viaje personal. Es decir, a hacer lo que tenemos que hacer para que nuestra vocación crezca. Y está bien, sin duda. Tiene que ser así.
Sin embargo, ¿no necesitamos también guardar nuestra vocación? Esto es, no hacer lo que no tenemos que hacer para que nuestra vocación no se enfríe. Porque todos sabemos –con mayor o menor nivel de acierto según el momento, claro– lo que no nos ayuda para vivir el camino que, delante de Dios, hemos elegido vivir. A veces lo disimulamos bastante bien, es verdad; y conseguimos hacer como que lo ignoramos. Pero en el fondo, si somos honestos, cada uno intuimos sobradamente por dónde anda eso que nos dificulta perseverar.
En otras palabras, que conocemos bien qué cosas no deberíamos hacer porque nos distraen; qué palabras sería mejor no pronunciar porque nos envenenan; qué pensamientos no deberíamos alimentar porque nos intoxican; en qué estímulos no conviene regodearse porque nos anegan; en qué sentimientos mejor no recrearse porque nos despistan; qué afectos no vale la pena mendigar porque nos seducen y nos colonizan.
Por decirlo aún más claro: sabemos qué no hacer –a qué renunciar– para guardar nuestra vocación (con la dosis de gracia y lucha que ello conlleva). Pero para guardarla no como quien la protege por miedo o la esconde por cobardía, sino como quien valora un don que no le pertenece y que entonces ha de custodiar.