Me ocurre a menudo cuando hablo con amigos alejados de la fe –de esos que se acercan más al perfil medio de nuestras sociedades que al cristiano practicante de misa dominical– que me plantean su postura ante la posibilidad de bautizar a sus hijos, intuyendo que el cristianismo puede ser algo importante y que quizás les pueda servir de algo en el futuro. Con muy buena voluntad proponen la idea de esperar unos años hasta que sus hijos puedan decidir por sí mismos si quieren o no quieren ser cristianos. Una decisión que nuestra cultura suele ubicar justo cuando toca hacer la comunión –y recibir los correspondientes regalos, dicho sea de paso–. Se trata de un modo legítimo de ver las cosas y que tiene un fundamento muy sano e inteligente: el deseo de que en el caso de que si sus hijos abrazan la fe, que lo hagan con coherencia y, sobre todo, con libertad.

Sin embargo, este planteamiento tan obvio esquiva dos premisas fundamentales, que la libertad en cristiano no es hacer lo que uno quiere sino buscar siempre la mejor opción y que la fe es un elemento esencial de todo ser humano. Desde este prisma no me imagino a ningún padre esperando a que sus hijos tengan edad de trabajar para aprender idiomas o dejándoles solos en el mar para que puedan descubrir por sí solos si es útil o no nadar. O por qué no apagando la televisión para que no vean ningún partido de fútbol hasta que tengan un criterio suficientemente bueno de lo que es el deporte para saber a qué equipo animar. A estas alturas de la historia es bien sabido que, para que un niño o un adolescente desarrollen ciertas habilidades y capacidades, hay que estimularles paulatinamente desde bien temprano y, lo más importante, que tengan buenos referentes a quienes poder imitar.

Conviene recordar que la libertad con mayúsculas conlleva buenas dosis de experiencia y de conocimiento, y solo aprendiendo poco a poco qué es la fe y el amor, quién es Jesús de Nazaret y qué significa ser cristiano, un niño podrá algún día confirmar la fe del bautismo y decir de forma coherente sí al Dios de la vida. Lo contrario siempre será posible pero muy poco probable. Y es que no nos engañemos, como hemos dicho la dimensión de la fe es esencial para el ser humano y no viene de la nada, y por tanto se necesitan testigos para poder transmitir a otros el sentido, la verdad, la bondad y las respuestas que todos necesitamos y servir por tanto así a un mundo que todavía tiene sed de Dios.

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