«Produce una inmensa tristeza pensar que la naturaleza habla mientras el género humano no la escucha». Así se expresaba Victor Hugo en pleno siglo XIX. El escritor francés, que escribía en sentido metafórico, no podía imaginar que pocos años después el ser humano aprendería a escuchar, en sentido literal, la naturaleza.
En efecto, en la década de 1920, el biólogo esloveno Ivan Regen empezó a estudiar sistemáticamente los sonidos de los insectos y comprobó que podían escuchar y responder a señales acústicas. La nueva disciplina que nació con sus investigaciones recibiría el nombre de bio-acústica. Aunque no se trata solo de insectos. Los murciélagos, los delfines y algunas aves son capaces también de comunicarse y conocer su entorno emitiendo sonidos. De este modo pueden desplazarse con seguridad en ambientes totalmente oscuros. La eco-localización, en la que posteriormente se inspirará el sonar y el radar, permite a estos animales interpretar el eco que producen los objetos a su alrededor, al rebotar el sonido que ellos mismos emiten.
Por desgracia, la contaminación acústica provocada por la actividad humana está transformando el entorno sonoro de muchos animales, y por eso la bioacústica ha evolucionado hacia el estudio del impacto que el ruido tiene en los ecosistemas. En los últimos años, estas técnicas han mostrado que el ruido generado por los barcos, los aviones y los vehículos terrestres tienen graves efectos –en algunos casos letales– en la vida de muchos animales. Por ejemplo, la contaminación acústica provocada por los motores de los barcos puede causar daños auditivos, estrés e incluso la desorientación de algunas ballenas que quedan varadas en la playa hasta morir.
Otra aplicación interesante de la bioacústica es su capacidad para estimar la diversidad biológica (o bio-diversidad) de los ecosistemas de forma rápida, fácil y poco invasiva, es decir, sin necesidad de recolectar ejemplares de las diversas especies. Por ejemplo, instalando micrófonos en un bosque o en un lago, se puede calcular el número de especies presentes, así como el estado de sus poblaciones.
La historia de la bioacústica puede ser aleccionadora en nuestra época porque, en un mundo ruidoso y saturado de imágenes como el nuestro, necesitamos hacer silencio y escuchar atentamente, como hizo Ivan Regen.
Francisco, en su encíclica Fratelli tutti, nos advirtió de que «el mundo de hoy es en su mayoría un mundo sordo». Y añadió, explicando las causas: «A veces la velocidad del mundo moderno, lo frenético nos impide escuchar bien lo que dice otra persona. Y cuando está a la mitad de su diálogo, ya lo interrumpimos y le queremos contestar cuando todavía no terminó de decir. No hay que perder la capacidad de escucha».
Aunque la advertencia no es nueva, tiene precedentes en la tradición bíblica. Una de las principales plegarias de la religión judía insiste en la importancia de escuchar con atención: «Escucha Israel, el Señor es nuestro Señor, uno es el Señor». El propio Jesús, más tarde, constatará con preocupación que, también en su tiempo, «por más que miran, no ven; por más que escuchan, no oyen».
Hoy, frente al ruido ensordecedor que nos amenaza, podemos tratar de imitar a Francisco de Asís, quien «escuchó la voz de Dios, escuchó la voz del pobre, escuchó la voz del enfermo, escuchó la voz de la naturaleza. Y todo eso lo transforma en un estilo de vida».
La escucha, en definitiva, es un estilo de vida que requiere del hábito del silencio, del recogimiento y del análisis reposado de todo lo escuchado. El ruido, exterior e interior, es una amenaza de la que debemos protegernos. El ruido, que desorienta a las ballenas y confunde a los pájaros, impide también al ser humano escuchar la voz de la naturaleza, del enfermo, del pobre y de Dios.
Si conseguimos hacer silencio, entonces quizás podamos escuchar de nuevo la voz polifónica de la naturaleza y la música del Evangelio.