Mirar alrededor y compararse. Ver lo que otros tienen. Aspirar a ello. Y, de alguna manera, irse deslizando por la pendiente del desasosiego. Hay quien habla de envidia sana, quizás para contraponerla con esa otra envidia más destructiva. Sano sería el reconocimiento, humilde, de que te gusta algo que no tienes, que reconoces, valoras y aprecias en otros. Insana es la envidia cuando, en algún punto del camino, la pena por lo que tú no tienes, o incluso la aspiración legítima a conseguir algo, se convierte en rabia porque otros lo tengan. Ese es el juego perverso de la envidia. Una comparación en la que uno sale mal parado y el otro se convierte, de algún modo, en rival.
¿Cuál es el problema? La envidia te come por dentro. Te muerde. Te hace doblarte un poco sobre ti mismo. Y al tiempo, pone una barrera entre tú y aquel o aquellos a quienes envidias. Se convierten en rivales, en enemigos, en objeto del menosprecio o el enfado. En realidad el objeto envidiado es lo de menos. Puede ser el trabajo, la suerte, un bien material, una relación personal… Lo terrible es cómo la envidia mata la relación. Y cómo te va encerrando en un pozo de amargura, obviando todo lo que puede haber de privilegio y suerte en lo que sí tienes.
Alternativa. Frente a la envidia los caminos son indirectos. Quizás el más necesario debería ser la gratitud, una mirada lúcida y consciente a la propia vida. Aprender a valorar las muchas cosas que uno da por sentado y que, sin embargo, son oportunidades que no todo el mundo tiene. Aprender a celebrar las fiestas propias, los días buenos –que seguro los hay–, los nombres de tu vida. Otro camino sería el reconocimiento, lo más reflexivo posible, de cómo todas las vidas tienen sus luces y sus sombras, sus averías y sus grandezas. Y un tercer camino sería la alegría por el bien ajeno, aprender a sonreír con otros, por otros, sin convertirse uno mismo en referencia de todo lo que esos otros tienen, viven o celebran.