Hay mucha gente que dice que se considera espiritual, y dice de sí mismo aquello de “yo soy una persona muy espiritual”. Eso no necesariamente significa religiosa, ni tan siquiera creyente. A veces con ello quiere aludir a que tiene vida interior, reflexiona, hace silencio, le gusta abstraerse, meditar, tal vez ayudado por músicas tranquilas, aromas propios de una tienda natura y a la luz de velas –que el fuego parece que tiene ese magnetismo que centra las miradas y aquieta los ruidos de dentro–. Otras veces sí puede implicar que quien dice eso se siente de algún modo más unido a la naturaleza, a la vida, o a algo trascendente.
En cristiano, ser espiritual hace referencia al espíritu de Dios. Espirituales, de algún modo, somos todos, pero la clave para dejar que esa dimensión de la vida crezca está en dejar que, dentro de uno, el espíritu de Dios tenga espacio para moverse, resonar y suscitar inquietudes. No se trata de que, al habitarnos, el espíritu nos invada. Es más bien una convivencia que potencia lo mejor de uno mismo; que hace que la soledad sea sonora, y mantiene los sentidos mucho más alerta.
El espíritu resuena en la oración, en la actividad, al ver un telediario, al dar un abrazo, al leer un libro, en una canción, al mirar un cuadro, dando un paseo, escuchando a alguien que te habla de su vida. Resuena en la historia, y en la imaginación que nos invita a soñar un futuro mejor. Resuena en el encuentro humano. Y bajo su impulso maduran en cada uno de nosotros algunas actitudes que nos llevan a vivir con más plenitud: compasión, justicia, verdad, amor…
Eso sí, el espíritu no se impone a nosotros. Si no le dejas hablar, se calla y espera, paciente. La cuestión es ¿cómo dejarle?