Me ocurre a veces cuando paso unos cuantos días fuera de casa: me doy cuenta del valor de lo cotidiano.
El ruido de la lavadora mientras cocino; regar mis pobres plantas; buscar de nuevo desde mi sofá entre los canales de la tele con la conocida sensación de hastío; pasear por mi calle, la de siempre; leer al sol en la butaca que ya tiene mi forma; la cerveza con mis amigos en la que la charla deriva hacia lo de siempre, con el mismo tono burlón en el que una se sabe a salvo…
Y así, entre lo cotidiano, siento que es esto lo que me configura, lo que me hace ser quien soy. Esas pequeñas elecciones del día a día, que te van dando forma apenas sin darte cuenta. Esas cosas, esos sitios, esas gentes que vuelves a ver con brillo renovado, sabiéndolas tuyas, consciente de que las elegiste y vuelves a elegirlas con tino. Contestando, sin advertirlo, a preguntas fundamentales: ¿dónde? ¿cómo? ¿con quién?…
Cayendo en la cuenta de que en lo ordinario está lo importante y estás tú misma.
Ya sabes, vete para volver a lo de siempre y verlo nuevo.