Los relatos de la Pasión combinan los claroscuros de la condición humana como en una obra de arte. Salen a relucir las bajezas más burdas que contrastan con instantes de una luminosidad asombrosa. Aunque las vilezas parecen deslucir la grandeza del momento, al final, los acontecimientos eclipsan tanta mezquindad.
Al apóstol Judas le corresponde el papel de villano en una trama con pocos héroes. Sorprende su actitud. Desconcierta. Las fuentes son parcas en la descripción de su comportamiento. ¿Cuál era su motivación? ¿Se trataba de un corrupto sin más? ¿Se equivocó Jesús al elegirlo? ¿Estaba indefectiblemente predestinado a la traición?
O quizás este personaje retrata las contradicciones que anidan en el corazón humano. Sí, en efecto, Judas fue demasiado lejos, pero tal vez su historia sea una hipérbole de una realidad incómoda: el éxito ajeno es difícil de digerir.
Nos falta información para saber cómo encajó la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. Tal vez estuviera a disgusto en una fiesta que no sentía como propia. Él no era imprescindible en esa celebración. Incluso podía creer que no se le valoraba lo suficiente. Igual pensaba estar capacitado para asumir tareas de mayor responsabilidad, o que podría aconsejar al Maestro sobre cómo aprovechar una situación en apariencia favorable. No lo sabemos.
¿Y qué ocurrió en la unción de Betania? ¿Consideraba que era un derroche de recursos? ¿Ambicionaba el dinero? ¿O se sentía merecedor de las atenciones dirigidas a Jesús? Tampoco lo sabemos.
Sabemos, eso sí, que, por desgracia, el talento de nuestros semejantes no siempre sienta bien a los más allegados. La envidia no soporta a quien destaca y lo boicotea. Caín mató a Abel; José fue vendido por sus hermanos; a Saúl le contrariaban las victorias de David; Jesús no fue bien recibido en Nazaret… Pero, a Dios gracias, sabemos que “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5, 20). Esa es la esperanza del mensaje pascual.