El otro día me desperté con una publicación de Instagram que decía: “El nihilismo ha muerto, ahora los jóvenes van a misa.”
A simple vista, lo coherente sería que eso despertara satisfacción, incluso orgullo: por fin, aquello en lo que creemos y por lo que vivimos está siendo reconocido por tantos jóvenes. Personas que, en algún momento, callaban o incluso criticaban cuando el nombre de Jesús, o palabras como fe o Iglesia, aparecían en una conversación.
Y ahora son ellos quienes siguen y aplauden canciones, películas o movimientos que anuncian la Palabra de Dios. Son conscientes del amor de Dios, y eso debería ser increíble… o al menos parecerlo de primeras.
Lo cierto —y perdón por el toque catastrofista— es que no todo puede ser tan bonito.
Por una parte, se acerca el tiempo de Adviento y de Navidad: un tiempo, sin duda, de milagros y de acercarnos a una verdad que nos recuerda que la esperanza no está perdida, y que nace el Amor.
Pero, por otra, pienso: ojalá este amor que ahora vitorea a Dios —como cuando Jesús entró en Jerusalén— no se desvanezca pronto, como cuando solo quedaron tres personas al pie de la cruz.
Somos también la generación de la mecha corta: todo nos ilusiona, lo convertimos en moda… pero lo olvidamos antes de que dé tiempo a echar raíces.
Ojalá quienes ya hemos conocido el amor de Dios seamos capaces de ayudar a construir una base sólida, para que todos podamos mantener viva esta ilusión por Jesús. Que, cuando se acaben las series, los conciertos y llegue la cruz, nos mantengamos firmes en la fe.



