El Mediterráneo puede ser lugar de resurrección por el sabor de este helado. Por la conversación –y las patatas, y la cerveza fría– del chiringuito. La gratuidad del sol y de la arena, y ese calorcito en la espalda frente al cual se hacen tantas promesas de una vida más tranquila en invierno, una vida vivida de otra manera. Por los besos de los que se han enamorado, dure la cosa más o menos. Es la pequeña trascendencia de la playa, que no del mar, sin la cual sería difícil que hubiera otras más grandes. Pero podría no ser en el Mediterráneo. Podría ser también en el monte; frente a otro mar.
El Mediterráneo puede ser lugar de resurrección por estar en medio de muchas tierras. Tablero de agua en el que jugar a la guerra y al diálogo, al encuentro de civilizaciones y pueblos. En el Mediterráneo, musulmanes y cristianos se raptaban mutuamente y surgían dobles pertenencias que no entendemos. Si hay mestizaje es porque al hablar nos damos cuenta de lo que somos, pero también de lo que nos falta. Quizá el otro me recuerde o me enseñe algo que meter en mi zurrón. Pero eso podría ocurrir también en Manhattan, a más velocidad y con más neón; o, sencillamente, no ocurrir.
El Mediterráneo –el de las patatas, el chiringuito y los pueblos– es, dice el papa Francisco, un cementerio. Pero esta sensación de que el Señor ha asociado su suerte a la de esos cuerpos enterrados en el agua no permite al mar hundir del todo. El Mediterráneo es lugar de resurrección cada vez que nos saca de la indiferencia, y siempre que voluntarios y trabajadores hacen en él los gestos del Evangelio. Milagro de trascendencia a lomos de una injusticia, como el de la Pascua. Si podemos hablar de esperanza frente al silencio de un mar que escupe juguetes es en ese misterio. Misterio que revela que la resurrección no quiso ser nunca una huida a otro mundo, sino el don siempre ofrecido de salir hacia la Vida.