A veces pierdes la fe en el futuro. Llámalo desánimo, rendición, o desesperanza, el caso es que hay ocasiones en que el presente pesa tanto que no hay espacio para un porvenir más luminoso. La desesperanza te atrapa en un hoy sombrío, y quizás también en un ayer herido. Te da la sensación de que tus batallas son eternas, o desembocan en derrotas; de que no consigues cambiar dinámicas que te hieren; de que este mundo no hay quien lo arregle. Lentamente dejas de mirar al mañana, te vas prohibiendo anhelar un futuro mejor. Vas sucumbiendo al imperio de la desesperación. Y callejeas por esos parajes interiores donde pisas los mismos charcos de siempre, la inseguridad, el rechazo, la distancia, el abandono… Qué solitarias son las caminatas de quien se ve atrapado por ese sentimiento mordiente de derrota. 

Hay salida para ese laberinto. Se llama esperanza. Hay dentro de nosotros un ingobernable resquicio de resistencia. Una profunda e íntima convicción de que la última palabra tiene que ser buena. La fe se construye precisamente sobre esa esperanza. En Dios, que no es distante, lejano ni indiferente a nosotros, y ha prometido ser Dios-con-nosotros. En el prójimo, que encontrará caminos para el amor verdadero. Y hasta en uno mismo, capaz de sobreponerse más veces de las que pensaba. Uno mismo, que termina cantando por dentro, a veces tras atravesar tormentas, o incluso cuando está en medio de una.

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