¿A quién no le gusta descifrar un misterio, o resolver un problema, y llegar a comprender algo? Además del sentido de satisfacción que nos trae usar el intelecto que Dios nos dio, también nos proporciona un sentido de seguridad. Al enfrentarnos una vez más con la misma situación, sabremos ya qué va a pasar y cómo proceder.

Todos buscamos hasta cierto grado esta seguridad y certidumbre. Sin ellas, la vida sería casi imposible. Pero el buscarlas obsesivamente puede indicarnos que no vamos por el mejor camino, sobre todo al tratarse de Dios o los demás.

Cuando creemos tener a Dios o al prójimo completamente descifrado, entramos en el laberinto de la certidumbre. Es un laberinto labrado por nuestras propias ideas preconcebidas y nuestras expectativas. Absolutamente todo dentro de él es a la medida que nosotros mismos hemos fijado.

En este sitio solitario, las personas e incluso el Dios que encontramos dentro, más que verdaderos, son imagen producida por nosotros mismos que niega su rica realidad y complejidad. Es resultado, quizá, de experimentar un mundo hostil en el que la única manera de sobrevivir es teniendo entendimiento y dominio sobre situaciones y personas.

Claro está que es posible conocer a Dios y conocer a nuestro prójimo hasta cierto grado. Pero es necesario reconocer los límites que tienen nuestro conocimiento y nuestra comprensión. Basta tan solo considerar cuántas veces hemos tenido una idea equivocada de alguien o de Dios mismo. Es por eso que a veces tenemos que dejar atrás la certidumbre, y dejarnos sorprender por Dios y por los demás.

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