Es común que, en el camino de la fe, muchos cristianos sientan la carga de querer ayudar a todos, de aliviar todo sufrimiento y de corregir todas las injusticias. Sin embargo, esta actitud, aunque bien intencionada, puede llevar al agotamiento y a una falsa idea del papel del creyente en la historia de la salvación. 

 Jesús nos llama a amar y servir, pero nunca nos impone la misión de cargar con el mundo entero. La salvación no depende de nuestros esfuerzos, sino de la gracia de Dios. El cristiano es colaborador del Reino, no su protagonista. Cuando intentamos asumir un papel mesiánico, olvidamos que es Cristo quien salva, sana y restaura. Nuestra tarea es ser testigos, no salvadores. 

El mismo Jesús, aún teniendo compasión por las multitudes, no sanó a todos los enfermos de su tiempo ni resolvió todas las injusticias de su sociedad. Su misión fue revelar el amor del Padre y abrir el camino de la redención. En su humanidad, también descansó, oró y buscó momentos de soledad. 

Esto nos enseña que no podemos cargar con el peso del mundo sobre nuestros hombros. Estamos llamados a hacer el bien, pero con humildad, reconociendo nuestras limitaciones y confiando en la acción de Dios. La Iglesia es signo del Reino, pero no su plenitud. 

En vez de dejarnos consumir por la ansiedad de querer resolverlo todo, debemos recordar que la salvación pertenece a Dios. Somos instrumentos, no el centro de la historia. Solo cuando nos abandonamos en Él podemos vivir nuestra misión con alegría, sin caer en la angustia de un mesianismo que no nos corresponde.

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