Todos los años pasa. Haces un propósito, tratas de cuidarlo, quieres mantener encendida la espera. Y lo preparas todo, te visualizas capacitado, estrenas este tiempo. Sin embargo, ya está aquí el 24 de diciembre y se confirma la misma sensación: «el Adviento se me queda corto». Otra vez este no sentirse del todo preparado; otra vez, no saberse del todo a la altura.
Todos los años pasa. Vuelves a caer en la cuenta de que lo nuestro es ser hombres y mujeres de Adviento. En este tiempo y siempre. Que en el corazón, cada 24 de diciembre, vuelve a darse la frágil esperanza de que lo nuestro es esperar su venida. Y, sobre todo, de que lo Suyo es mantenernos pendientes de su Presencia.
Todos los años pasa. Confirmas que vivimos excesivamente rápido. Que los deseos de aguardarle más tranquilo han sido atropellados. Que la Noche del 24 te sorprende agitado en preparativos, visitas y mensajes… nunca escritos con consciencia. Y entonces, solo entonces, contemplas al niño que escondiste en un cajón hasta esta Noche bendita. Lo posas en el pesebre. Enciendes las luces. Admiras el Misterio. Y entonces, solo entonces, comprendes que esto es solo un ensayo. Que lo nuestro es dejarle sitio en nuestro caos; que lo Suyo es obrar el milagro de que tus ansias tengan su descanso en la inocencia de un recién nacido.
Todos los años pasa. El Adviento no se nos queda corto, sino que es nuestro sello. Hombres y mujeres que albergan en su más íntimo centro la esperanza encendida de que Él está constantemente llegando. Que nos visita y se queda. Que hace historia con nosotros. Que en aquel día, terrible y glorioso, no habrá prisa ni agobio que quede ajeno a su abrazo: será Dios-con-nosotros. Y no, no se nos quedará nada corto.