Los economistas hablan del coste de oportunidad para referirse al valor de la mejor opción no realizada. El término fue acuñado en 1914 y desde entonces se ha popularizado fuera del ámbito académico de la economía. En un sentido coloquial, el concepto se refiere también a aquello de lo que alguien se priva o renuncia cuando hace una elección o toma una decisión. La renuncia se justifica por el mayor valor de la opción escogida.
Cualquier decisión que tomemos, por pequeña e irrelevante que parezca, tendría un coste de oportunidad. Por ejemplo, ir de vacaciones a un lugar excluye la posibilidad de conocer otros muchos. Aprender a tocar bien el piano suele hacer muy difícil llegar a dominar el violín. Elegir una carrera implica casi siempre renunciar a otra opción profesional que también interesaba.
En definitiva, una decisión excluye siempre otras tiene un coste. La mayoría de ellos, sin embargo, pasan desapercibidos y ni siquiera los formulamos en esos términos.
En el ámbito religioso el neologismo no se usa. Pero hay un concepto parecido: el sacrificio. Un sacrificio implica una transferencia de valor entre aquello a lo que se renuncia y aquello que pretende conseguirse. Un ejemplo extremo es el de los sacrificios humanos de las religiones del mundo antiguo. En estos ritos, la sangre de la víctima aplacaba la ira de los dioses, sacrificándose así un gran valor –el de la vida humana– por otro aún mayor: el restablecimiento del orden cósmico.
Con el paso del tiempo, estos sacrificios se simplificaron, rechazándose la dimensión cruel y ‘sangrienta’. El elemento material perdió fuerza progresivamente, dando paso a una concepción más mística. Uno de los mejores ejemplos de este proceso de ‘desmaterialización’ sería la eucaristía, recuerdo espiritual del sacrificio pascual de Cristo.
El término sacrificio, sin embargo, resulta cada vez más extraño en nuestra cultura, llegando incluso a generar un abierto rechazo. La razón principal es que se ha identificado exclusivamente con la negación de la libertad y la autonomía personal –valores sacrosantos– asociándose exclusivamente a opciones de vida heroicas difícilmente imitables (en el mejor de los casos) o a peligrosas patologías y deformaciones religiosas (en el peor de ellos).
Pero a pesar de las connotaciones históricas y los prejuicios culturales que arrastra la palabra ‘sacrificio’, la realidad a la que apunta es consustancial a todo lo que hacemos. En ámbitos como el deporte, la música, la investigación o la familia, la dinámica sacrificial se hace evidente e inevitable. Ser un buen atleta, adquirir destrezas, aprender a tocar un instrumento o formar una familia conlleva innumerables renuncias que, paradójicamente, no son formuladas en términos sacrificiales, sino como una opción libre que permite alcanzar un bien mayor.
La palabra sacrificio proviene del latín sacre (sagrado) y facere (hacer); sacrificar significa, literalmente, hacer sagrado. Un sacrificio es aquello que convierte una realidad en sagrada. El sacrificio, por tanto, no es una negación de la libertad, sino un modo de ejercerla de forma plena. El sacrificio, bien entendido, no es un coste. Es una oportunidad.