Acaba de fallecer en Tokio el padre Adolfo Nicolás, jesuita, General de la Compañía de Jesús entre 2008 y 2016. Habrá en estos momentos muchos recuerdos, algunos vinculados al trabajo, a la vida compartida, a momentos y proyectos… Yo solo lo conocí de lejos, pero me quedo con dos ideas que trascendieron al poco de ser elegido. La primera la tomó Nicolás de san Alberto Hurtado. Era la propuesta de ser fuegos que encienden otros fuegos. Arder con el evangelio. Arder con la pasión de vidas enraizadas en el amor. Arder para iluminar el mundo con la luz prestada de Dios. Es bonito pensarlo así. El fuego puede ser devastador. Pero no es ese el fuego al que se refiere esta expresión. Es más bien el fuego que es luz en medio de la bruma; y calor que desentumece los miembros ateridos. Fuego que es palabra, mesa compartida, y mirada ardiente de un Dios que nos ama. Todo eso se podía intuir tras esa expresión formulada en su primera homilía como General. Su fuego de entonces se convirtió después en brasa, porque eso es la vida, arder desde donde estamos. Ahora su llama se ha apagado, pero para fundirse ya con la fuente de la vida en una resurrección que algún día nos tocará a todos.

Su segunda palabra fue la invitación a la profundidad. Hoy tal vez ya no suena demasiado novedosa, porque en esta larga década lo hemos citado hasta la extenuación. Pero cuando lo formuló no era algo de lo que se hablase. Y en contraste, nos obligaba a pensar en la superficialidad, la banalidad y la falta de hondura como peligros contemporáneos en la sociedad –y también en la Iglesia–. Hoy sigue siendo necesaria la profundidad. No como hashtag ni como eslogan, sino como forma concreta de vivir el evangelio. En la entraña de la vida.

Que esas dos enseñanzas nos sigan acompañando.

Descansa en paz.

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