«Cuando se da una esperanza total que prevalece sobre todas las demás esperanzas particulares, que abarca con su suavidad y con su silenciosa promesa todos los crecimientos y todas las caídas.
Cuando se acepta y se lleva libremente una responsabilidad donde no se tienen claras perspectivas de éxito y de utilidad.
Cuando un hombre conoce y acepta su libertad última, que ninguna fuerza terrena le puede arrebatar, cuando se acepta con serenidad la caída en las tinieblas de la muerte como el comienzo de una promesa que no entendemos.
Cuando se da como buena la suma de todas las cuentas de la vida que uno mismo no puede calcular pero que Otro ha dado por buenas, aunque no se puedan probar.
Cuando la experiencia fragmentada del amor, la belleza y la alegría se viven sencillamente y se aceptan como promesa del amor, la belleza y la alegría, sin dar lugar a un escepticismo cínico como consuelo barato del último desconsuelo.
Cuando el vivir diario, amargo, decepcionante y aniquilador se vive con serenidad y perseverancia hasta el final, aceptado por una fuerza cuyo origen no podemos abarcar ni dominar.
Cuando se corre el riesgo de orar en medio de tinieblas silenciosas sabiendo que siempre somos escuchados, aunque no percibimos una respuesta que se pueda razonar o disputar.
Cuando uno se entrega sin condiciones y esta capitulación se vive como una victoria.
Cuando el caer se convierte en un verdadero estar de pie.
Cuando se experimenta la desesperación y misteriosamente se siente uno consolado sin consuelo fácil.
Cuando el hombre confía sus conocimientos y preguntas al misterio silencioso y salvador, más amado que todos nuestros conocimientos particulares convertidos en señores demasiado pequeños para nosotros.
Cuando ensayamos diariamente nuestra muerte e intentamos vivir como desearíamos morir: tranquilos y en paz.
Cuando… podríamos continuar durante largo tiempo.
Allí está Dios y su gracia liberadora. Allí conocemos a quien nosotros, cristianos, llamamos Espíritu Santo de Dios. Allí se hace una experiencia que no se puede ignorar en la vida, aunque a veces esté reprimida, porque se ofrece a nuestra libertad con el dilema de si queremos aceptarla o si, por el contrario, queremos defendernos de ella en un infierno de libertad al que nos condenamos nosotros mismos.
Esta es la mística de cada día, el buscar a Dios en todas las cosas. Aquí está la sobria embriaguez del Espíritu de la que hablan los Padres de la Iglesia y la liturgia antigua y a la que nos está permitido rehusar o despreciar por su sobriedad.»

(Karl Rahnehr, Experiencia del espíritu)

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