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    La teoría del Valle Inquietante y el encuentro con el Resucitado

    En 1970, el profesor de robótica japonés Masahiro Mori trató de describir la interacción entre seres humanos y androides, esos robots con apariencia humana. El fruto de aquel estudio fue la Teoría del Valle Inquietante, según la cual las distintas réplicas de humanoides y los objetos o robots de aspecto muy similar al nuestro provocan desagrado y una extraña sensación de repulsión.

    Experimentos posteriores han confirmado la validez de la Teoría del Valle Inquietante mostrando que, en un espectro de rasgos robóticos, a medida que los rostros de los androides se asemejan a la apariencia humana y resultan menos mecánicos, son percibidos como elementos más agradables. Sin embargo, como predijo el profesor del Instituto Tecnológico de Tokio, cuando esos rostros tienen un aspecto cuasi-humano la simpatía hacia los mismos aumenta, pero de forma precaria, porque cualquier fallo, por mínimo que sea, perturba la interacción y genera miedo.

    Desconozco si Mori, budista piadoso, conoció el cristianismo, o si alguna vez leyó la Biblia, aunque su teoría ciertamente recuerda los relatos de las apariciones del resucitado que cierran los evangelios.
    En esas narraciones, los sorprendentes encuentros de los soldados, las mujeres y los discípulos con el ángel del Señor o con Cristo resucitado también suscitan sorpresa, desconcierto y, en no pocas ocasiones, pánico.

    Mateo cuenta que, junto al sepulcro, «un ángel del Señor bajó del cielo y, acercándose, hizo rodar la piedra y se sentó encima de ella… Los guardias, atemorizados ante él, se pusieron a temblar y se quedaron como muertos» (Mt 28, 2-4).

    También las mujeres, en aquel mismo lugar, «entrando en el sepulcro vieron a un joven sentado en el lado derecho, vestido con una túnica blanca, y se asustaron». Y aunque aquel misterioso joven les dijo: «No os asustéis», «ellas salieron huyendo del sepulcro, pues un gran temblor y espanto se había apoderado de ellas, y no dijeron nada a nadie, porque tenían miedo» (Mc 16, 5-8). Otro de los evangelistas, Lucas, cuenta que ante la aparición del resucitado los apóstoles, «sobresaltados y asustados, creían ver un espíritu». «¿Por qué os turbáis?» (Lc 24, 37-38), respondió Jesús tratando de calmarlos.

    La muerte parece haber creado entre Jesús y aquellos que le conocieron el profundo abismo del que habla Mori. El abismo insalvable que impide reconocer en el resucitado al humano, a Dios en el hombre, a Cristo en Jesús.

    Como sucede con los más sofisticados androides, la frontera entre la realidad y la apariencia, entre lo natural y lo artificial, entre lo vivo y lo muerto, se difumina y genera desconcierto, confusión y desasosiego. Atravesar la bruma de la incertidumbre para comprobar qué había de cierto tras aquellas apariciones fue la tarea de los primeros creyentes. Una tarea que hoy, siglos después, seguimos teniendo pendiente. Porque todos –unos y otros, ayer y hoy, mañana y siempre– necesitamos dar el salto de la fe que permite sortear el inquietante valle de la muerte que conduce a la vida.

    Jaime Tatay, sj
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