La situación es grave, sobre todo para los afectados, sus familias y los servicios sanitarios que tratan de frenar a marchas forzadas una epidemia que tiene pinta de expandirse por los cinco continentes. Sin embargo, además de la enfermedad, en estos casos se suele propagar cierta histeria colectiva jaleada por medios de comunicación sedientos de morbo y empresas preparadas para hacer el negocio del siglo. Ingredientes como el desconocimiento, la incertidumbre o el secretismo siempre conformarán el caldo de cultivo perfecto para que el pánico entre en nuestras vidas como Pedro por su casa.
El coronavirus es un ejemplo más que nos demuestra que algunos de nuestros problemas globales tienen más de fantasmas que de riesgos reales para la mayoría de la gente. Y al mismo tiempo, bastantes de los dramas que afectan trágicamente a gran parte de la población no ocupan el lugar que se merecen en nuestra trepidante actualidad, porque otros están ahí y no los queremos ver. Nuestro mundo globalizado implica que la información, las personas y los recursos fluyen rapidísimamente, pero con ello también las enfermedades, los problemas y las psicosis que no sabemos controlar, porque el miedo es mal consejero en situaciones de crisis.
Igual que el hombre se caracteriza por poder meter la pata una y otra vez, también está en su esencia su excelente capacidad de adaptación. En estos asuntos se requiere el criterio y el sentido común para no confundir lo importante de lo urgente, lo principal de lo accesorio y lo objetivo de lo puramente emocional. Las cifras son trágicas cuando hay víctimas de por medio, pero no por ello se ha de poner patas arriba los sistemas sanitarios o pensar que llega el final de los tiempos. El mundo cambia más rápido de lo que creemos y no podemos perder la lucidez para interpretar correctamente la realidad, de lo contrario acabaremos volviéndonos locos ante cualquier novedad que rompa nuestros esquemas, porque catástrofes, morbo y muertes nunca nos van a faltar.