Nos acostamos hoy en medio de noticias y de miedo por el coronavirus. Parece que la cosa ahora ya sí que va en serio y empezamos a preocuparnos. Comienzan a suspenderse las clases y las actividades en las que haya mucha gente. Las residencias de ancianos restringen sus visitas. Los supermercados se llenan a deshora de personas que prevén una próxima cuarentena. Los geles desinfectantes y los productos de limpieza comienzan a agotarse en las farmacias y los supermercados. Empezamos a sentir miedo y un instinto innato de conservación nos hace protegernos incluso de tocar el pomo de la puerta de un espacio público. ¿Y si nos contagiamos? ¿Me habré contagiado ya? ¿Estaré a tiempo de prevenirlo? ¿Podremos con este virus o podrá él con nosotros?
En medio de toda esta situación y de este miedo, me acuerdo de la figura de san Luis Gonzaga. Un santo jesuita al que hoy día no le hacemos demasiado caso, porque está revestido de una pátina del pasado que no acaba de encajar con nuestros moldes actuales. Pero, cuando exponemos la vida de Gonzaga, solemos decir muy rápido que murió con 23 años en Roma, contagiado por la peste precisamente porque se dedicó a atender a los enfermos de esta epidemia.
Y así, en medio de este miedo al contagio por coronavirus en el que vivimos, el testimonio de san Luis Gonzaga (y de tantos otros santos que han dado su vida por atender a los enfermos) se vuelve más potente e iluminador. Puesto que, como buen santo, nos interpela y nos hace pensar si, llegado el caso nosotros seríamos capaces de hacer lo mismo por los demás. De no amar tanto nuestra vida como para querer conservarla cuando el otro está en necesidad. Sé que no es momento de heroísmos que nos pongan a nosotros y a los demás en riesgo de contagio. Pero quizá esta situación puede hacernos pensar en cómo es nuestro amor a Dios y al prójimo. Si es algo que está por detrás del amor que tenemos a nuestra propia vida y a nuestro propio bienestar. O si, por el contrario, estaríamos dispuestos a arriesgar nuestra vida ante la necesidad de nuestros hermanos, como hizo san Luis Gonzaga en su juventud. Gracias a Dios, de momento, todo queda en consideraciones mentales o en materia de oración.