Los que tenemos el privilegio de tener familia grande, sabemos que la relación entre hermanos es compleja. A medida que pasan los años, nos vamos conociendo mejor los unos a los otros y aprendemos a «cogernos el punto». Sin embargo, con algunos la relación se puede enquistar por distintos motivos como el dinero, las envidias, o incluso acontecimientos de la infancia que nos afectaron enormemente y que no hemos conseguido perdonar. 

Es como si estuviéramos condenados. Porque a pesar de todas las historias, los celos y los problemas que haya entre hermanos, no podemos hacer nada por cortar esa relación; al contrario que con los amigos, uno nunca deja de ser hermano de alguien. Por mucho que un hermano haga algo horrible, siempre será tu hermano, y a pesar de que el tiempo o la distancia se interpongan, esa unión siempre permanece. Nos gustará más o menos lo que hacen, y con algunos nos llevaremos mejor que con otros, pero siempre serán tus hermanos. Además, los hermanos dicen mucho de quiénes somos, y el vínculo que se crea en los primeros años de vida es imborrable. 

 Y es precisamente ese vínculo el que es reflejo del amor de Dios. Porque los hermanos nos acompañan en el camino de la vida. Los amigos y los padres son importantes, pero los primeros cambian y los segundos, salvo tristes excepciones, suelen morir antes que nosotros. Por eso la relación con los hermanos tiene mucho de promesa: la promesa de Dios de que no estamos solos, y de que Él está con nosotros todos los días (Mt 28, 20). Quizá, como ocurre con Dios, los hermanos no estén de la manera que esperamos, pero siempre están ahí. Y la relación nunca es perfecta. Pero vivir con la certeza de que tenemos compañeros en el a veces duro viaje de la vida es algo por lo que sólo podemos estar agradecidos a Dios. Agradecidos por un regalo tan grande como el de tener hermanos.

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