A menudo escuchamos, o nosotros mismos pronunciamos discursos sobre la fe que afirman que necesitamos creer en Jesús para alcanzar la felicidad más plena. Sin embargo, dichas proclamaciones muchas veces chocan contra una realidad bien diferente. Por un lado la de aquellos cristianos que parecen vivir la vida con un carácter entristecido, agobiado y apesadumbrado. Y por otra la de muchos ateos y agnósticos que, lejos de dar la impresión de faltarles una pieza clave en su vida, parecen vivirla de una manera totalmente feliz, siendo además en muchos casos muy buenas personas.
Delante de esa realidad puede que nos hagamos la siguiente pregunta: «¿necesita la gente a Jesús?» o tal vez puede que sea mejor que vivan su vida felices sin él. Creo que dicha pregunta es en realidad una trampa, si nos quedamos tan solo en ella y no somos capaces de darle la vuelta. Es decir, tal vez la cuestión no sea tanto preguntarse si la gente necesita a Jesús, cuanto hacerme a mí mismo la pregunta: «¿necesito yo a Jesús?»
Y es que, muchas veces convertimos a Jesús y el Evangelio en una pesada carga en nuestra vida. En una especie de losa que nos aplasta, en un arma arrojadiza o en un producto que tenemos que vender si queremos evitar que la Iglesia desaparezca… Y sin embargo Jesús no pretende ser nada de eso. Él quiere ser nuestra felicidad, llenar nuestro corazón y movernos hacia actitudes que nos saquen de nosotros mismos y nos hagan constructores de su Reino. Él no pretende ser una carga ni una amargura, sino más bien aquel que nos ayuda a llevar nuestra carga y amargura.
Si no lo vivimos así, puede que nos estemos engañando, puesto que no estaremos viviendo desde la felicidad que él nos promete y puede que ni siquiera hayamos conocido al verdadero Jesús. Y ciertamente entonces no seremos capaces de contagiar alegría, sino más bien todo lo contrario. Pero si vivimos habiendo descubierto de verdad que Jesús llena nuestro corazón y que su proyecto merece la pena y hace vivir de la esperanza (incluso contra toda esperanza), entonces ciertamente contagiaremos un «algo más», una semilla que posiblemente germinará entre la gente de nuestro alrededor, cuando haya llegado su momento.