A veces en nuestra relación con el texto bíblico tenemos muchos efectos Mandela. Ya sabes, lo de recordar vivamente cosas que no pasaron. Una de ellas es el caballo de San Pablo… del que Lucas no habla, pero que los pintores a partir de la Edad Media han casi canonizado. No, al menos según el relato de Hechos, Pablo no se cayó de ningún caballo (y eso que le pasaron cosas), pero sí que podríamos decir que “se cayó de la burra”.

Y ya puestos a ser tiquismiquis, tampoco es del todo apropiado el nombre de la fiesta de hoy y que identificamos con esta escena. No. Casi mejor que hablar de la conversión de San Pablo es hablar de su vocación. Aunque tampoco es cuestión de pelearse por esto, que cada uno lo llame como quiera.

La cosa es que Pablo no dejó de ser judío para hacerse cristiano. Siguió siendo judío, muy judío y mucho judío, que diría aquel. Lo que pasa es que descubrió a Cristo y a su gracia como aquello que llevaba a plenitud la religión de sus padres. Si uno lee atentamente Hechos o las Cartas, descubre que Pablo era un judío piadoso que había puesto toda su esperanza en Jesús.

Algo hizo click en Pablo aquel día, camino de Damasco. Después de toda una vida tratando de cumplir la voluntad de Dios según había aprendido desde pequeñito, descubrió a Jesús como la plenitud de la revelación del Dios de sus padres. Y también nosotros, podemos llevar toda la vida tratando de cumplir la voluntad de Dios según hemos aprendido desde pequeñitos, en la Iglesia, y seguir necesitando ese click que nos haga descubrir de verdad a Jesús. Caernos de la burra.
O del caballo.

Que cada uno elija su cuadrúpedo favorito.

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