En una cena de cumpleaños de una vieja amiga coincidí con un profesor de filología venezolano con el que la conversación giró en torno a los refranes y dichos populares de acá y de allá: unos los reconocíamos en ambas orillas del Atlántico, pero otros se habían deformado y era difícil saber cuál había sido el original y cuál la copia, como sucede en el flamenco con los cantes de ida y vuelta, variantes musicales que regresan al lugar donde nacieron tras acumular influencias del otro continente.

En un momento dado de la animada velada, cada uno dijimos nuestro refrán favorito. El profesor no dudó ni un instante y con melodiosa voz cantarina pronunció: «Estar buscando a Dios rogando no encontrarlo». La explicación viene a ser que hay metas que perseguimos de palabra mientras ponemos nuestro corazón en justo lo contrario. Es obvio que el proverbio desborda el ámbito de la vida de fe, pero nadie puede negar su profundidad teológica.

Le pasó al joven rico que quería ser discípulo de Cristo mientras su corazón seguía apegado a las riquezas sin desasirse: en el fondo, buscaba a Jesús para seguirlo pero en su interior rogaba no tener que cambiar de vida.

¿Te pasa a ti también? No lo de las riquezas –donde está tu tesoro, allí está tu corazón– sino lo de buscar a Dios rogando no encontrarlo. Hacer como que lo sigues pero sin plantearte la radicalidad consustancial a ese seguimiento. Jesús trastoca todos los planos de la vida. Sin salir de la sabiduría popular, unos refieren que se les cayeron los palos del sombrajo y otros que el suelo se les movía bajo los pies, pero todos sintieron que ese encuentro con el Viviente les cambió la vida. Tal vez por eso mismo haya quien busca a Dios rogando no encontrarlo.

 

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