Hay especialistas en azuzar fuegos para provocar incendios. Con palabras. Con titulares burdos. Con polémicas diseñadas para vender. Con declaraciones que inflaman los peores instintos de la gente. Y así nos va, ya hablemos de política, deporte o en la misma Iglesia (por poner tres ejemplos bien evidentes).
El 30 de enero se habla de paz. En los colegios. Recordando el asesinato (en 1948), de Gandhi. Y digo yo que esto está muy bien. Que es fantástico que educadores de toda ideología y condición se esfuercen por transmitir el valor de la paz a generaciones de niños. Un valor que unos fundamentan en la fe, otros en la conciencia cívica, en los derechos humanos o en lo que se tercie, pero en todo caso se ve deseable. Entonces, el día de marras, con esfuerzo y colaboración de docentes que tratan de hacerlo lo mejor posible, se elaboran tutorías, se preparan coreografías con palomas, cintas, globos o tarjetones de colores. Se cantan canciones con estribillos más o menos pegadizos, que van desde la belleza literaria al ripio que en machacona sucesión insiste en la paz, la amistad, la verdad, la bondad, la humanidad y la felicidad… ¡Todo con tal de ir inculcando en los más jóvenes el valor de la paz y la no violencia!
Lo que ocurre es que va siendo el mundo adulto el que necesita recuperar la conciencia de que la paz no es únicamente la ausencia de conflicto bélico. Es también una forma de convivencia que se consigue a base de respeto, escucha, diálogo, disposición al encuentro y aceptación del otro (que es otro). Que pasa por no convertir el desacuerdo –legítimo– en motivo para la descalificación y el insulto. De todo eso anda el mundo adulto muy necesitado. Tal vez la tensión y una cierta beligerancia vital sean parte de la condición humana. Pero debo confesar que uno se cansa de metrallas e intransigencia, y añora esa palabra de quien, en una montaña, gritó a los cuatro vientos: “Bienaventurados los que trabajan por la paz”.