Qué es adaptarse sino acomodarse, avenirse a las diversas circunstancias y condiciones de un entorno. Al menos así lo define la Real Academia de la Lengua, una lengua castellana que es rica en palabras que no podemos tergiversar, sino que nos acompañan toda la vida desde que las aprendemos en la escuela o en los libros.

Recuerdo hace muchos años, en el altiplano boliviano, a más de cuatro mil metros de altura, en un desierto donde solo brotaban tubérculos y vivían llamas, visitando una comunidad, un compañero en su primera experiencia en Latinoamérica, se preguntaba: «¿Cómo es posible que esta gente se haya adaptado a estas condiciones tan duras?» Supongo que lo mismo se preguntaría un marciano que aterrizara en el Valle del Guadalquivir en el mes de julio a las cuatro de la tarde o en la sierra de Albarracín en el mes de diciembre…

El ser humano se adapta mejor de lo que creemos a las circunstancias y condiciones que le plantea el medio natural. Pero no quería pararme en el nivel macro de adaptación, sino en el micro, en el individual, en el de las relaciones entre personas concretas. Si partimos de que ningún ser creado es igual que otro, pues como diría Gasset «yo soy yo y mis circunstancias», y estas son diferentes a cada persona, cualquier relación se produce entre dos seres no iguales. Esa diversidad implica cierto modo de adaptación, acomodación en algo que no somos ‘yo’, mi ego, pero que facilita las relaciones sociales, el prójimo, el nosotros.

Creo que en esta sociedad del siglo XXI la adaptación es un valor descuidado, casi denostado en el ámbito relacional. Vivimos pegados al móvil y las redes sociales, nuestras relaciones son cada vez más virtuales y menos presenciales. Es más fácil «adaptarnos» a las circunstancias y condiciones de un entorno «inmaterial», donde basta con cerrar una conversación, bloquear un contacto, excluir a un individuo del grupo para que mi yo conviva con el prójimo que me resulta supuestamente afín, y prescindir de aquellos que impliquen una mínima necesidad de adaptación. Las redes están plagadas de personas, con quienes necesitaría adaptarme, pero gracias a lo virtual, pareciera que ese talento no es necesario ponerlo a dar fruto.

De hecho, hay quien confunde adaptarse con anularse, a pesar de que la RAE vuelve a definirlo de forma meridiana: retraerse, humillarse o postergarse. Para quien cualquier cesión de su yo al entorno es una retracción, humillación, postergación de su ego, no cabe el más mínimo nivel de adaptación y difícilmente podrá sostener relaciones con personas reales. Siempre se sentirá anulada, golpeada en su ego.

En la vida real nos toca convivir: en el autobús que nos lleva el trabajo, en la tienda donde cubrimos nuestras necesidades básicas, en el parque donde jugamos con nuestros hijos, y en las relaciones de dos individuos que es dónde construimos familia. En esa convivencia física no caben bloqueos o exclusiones, se hacen necesarias adaptaciones, avenirse a las circunstancias concretas, cediendo la soberanía de mi yo para facilitar el encuentro con el otro, para conformar un nosotros cohesionado.

Esa necesaria adaptación es la que fomentará sociedades más evolucionadas, menos fragmentadas en bandos de seres afines que no se adaptan el contrario, pero tampoco se anulan con la diferencia, sino que se crecen en la diversidad, con la riqueza de los valores que nos aporta el prójimo y construye familias, comunidades, barrios, ciudades y naciones plurales y adaptadas, en lugar de redes sociales en continuo grito de guerra.

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