Creo que uno de los momentos más duros para cualquier creyente es el de enfrentarse al silencio en la oración. Plantear miles de preguntas ante el sagrario, durante una oración en grupo o durante el examen ignaciano y no encontrar ninguna respuesta más sino un silencio inquebrantable. El silencio de Dios nos incomoda y nos frustra, y cuanto más se prolonga más nos tambaleamos en busca de una sola palabra aunque sea. Además, esta frustración se va retroalimentando, haciendo que cada vez nos hundamos más en los lodos traicioneros de la desesperación y caigamos en la tentación del monólogo.

Sin embargo, para mí una de las señales de que quiero mucho a una persona es que podemos estar en silencio durante horas sin llegar a sentirnos incómodos, ya sea en el coche, cocinando o tirados en un sofá. Que no exista ningún tipo de presión de llenar el silencio, sino que podemos estar los dos juntos haciendo nuestras cosas compartiendo espacio y tiempo, siendo la compañía del otro más que suficiente.

Por ello me gustaría pedirle al Padre luz para aprender a abrazar esos silencios en vez de huir de ellos. Pedirle luz para aprender a enfrentarme a esos silencios, que son también parte de la oración, en vez de huir de ellos. Ser consciente de que para Ti que estemos ahí contigo es suficiente y que a veces sólo necesitas de nuestra presencia y nosotros de la tuya, ser conscientes de la suerte que tenemos de que estés ahí.

 

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