El calendario, con sus ventanitas de papel y una cuenta atrás que se materializaba en figuritas de una especie de pasta, que sabía al más exquisito de los chocolates. Una espera contabilizada. Un aguardar paciente que encaminaba, que era preludio de una alegría mayor, esa deseada Navidad. ¡Ay esa inocencia pura de los pequeños! Ese aguardar expectante al Misterio que se encarna.
También esperaban entonces y a la vez, aquellos que necesitaban que la Palabra se hiciera carne. Quienes necesitábamos creer que la historia, a veces demasiado sembrada de mal, era redimida también hoy. Esperando y descubriendo en esa espera, como si de pequeñas chocolatinas se trataran, atisbos de un Dios que Es-con-nosotros. Presencias discretas y cotidianas que hablan de paz, de opción por la vida, de justicia para los últimos, de perdón…
Pero, ¿y si se deja de esperar? Si la mirada no busca, ya cansada de no encontrar, el horizonte por el que despunta la luz. Si la cabeza no puede erguirse más allá del suelo. Si las piernas han claudicado y las fuerzas no dan para más.
Ahí, cuando se desespera, cuando pierdo toda esperanza, descubro que no era yo quien aguardaba. Que el camino recorrido no era fruto de mi férrea voluntad, sino que me llevaba, me atraía, el deseo de Dios. Que, si no espero, incluso desespero, más Él me espera. Cuanta más oscuridad, más certeza es su Luz en medio de nosotros. Porque viene, porque Es.



