En la inmensidad amazónica, donde el río es camino y la selva es hogar, el tiempo de Adviento adquiere un sentido profundo. Aquí, la esperanza no es una idea abstracta, sino un modo de resistir, de seguir creyendo en la vida incluso cuando todo parece amenazado: la tierra, los ríos, los pueblos, el futuro. En medio de tantas heridas, el cristianismo sigue siendo motivo de esperanza, porque anuncia a un Dios que se hace presencia y camina con nosotros, un Dios que se encarna en la vulnerabilidad de la historia, en las aldeas y en las periferias del mundo.

Ser cristiano, en la Amazonía y en cualquier lugar, es esperar contra toda desesperanza. No se trata de un optimismo ingenuo, sino de una confianza obstinada: la certeza de que el Verbo se hizo carne y continúa haciéndose cuerpo en el pueblo que resiste. El cristiano no huye del sufrimiento, sino que lo atraviesa con la convicción de que Dios está en medio, en las pequeñas semillas que germinan, en los gestos de solidaridad, en la mística de la comunión entre los seres.

Mientras muchos ya no creen en la humanidad, el cristiano ve en cada rostro un reflejo del Emanuel —Dios con nosotros—. Esa es la diferencia: el cristiano espera, no porque el futuro sea claro, sino porque sabe que el Espíritu actúa en la oscuridad. La esperanza cristiana nace de la gratuidad, de la certeza de que el amor tiene la última palabra y de que el Niño de Belén sigue naciendo donde menos se espera: quizá en una choza sencilla, en un rincón de la selva, en el rostro de un pueblo que canta aun entre lágrimas. Adviento, aquí, es aprender a esperar como la tierra: en silencio fecundo, con el corazón abierto al Dios que viene.

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