Son muchas las veces en las que se nos invita a reconocer que la vida es un regalo de Dios y que estamos llamados a vivirla desde el agradecimiento. Y aquello por lo que uno está agradecido, lo comparte. ¿Qué significa entonces una vida compartida? Significa abrirse a aprender de las experiencias de los demás, abrirse, dejarse mirar y mirar a los otros con hondura. Se trata de reconocer cómo Dios se hace presente en la historia de cada persona. 

Por eso, hablar de una vida compartida es hablar de una comunidad que se crea en torno al Señor. Supone aprender a estar, a dar espacio al otro, a descubrir juntos la presencia de Dios en lo cotidiano. Y es ahí donde la experiencia personal adquiere un valor inmenso: cuando alguien se atreve a decir cómo el Señor actúa en su vida, abre también la puerta a que otros reconozcan esa misma acción en la suya.

Compartir la fe no significa tener todas las respuestas, ni enseñar desde arriba. Es mucho más sencillo y, al mismo tiempo, mucho más profundo: ofrecer lo que uno vive, con la confianza de que en ese intercambio el Espíritu sigue hablando, inspirando y orientando.

A veces olvidamos lo esencial: lo que pasa al compartir mesa, fe, vida. Porque no hay nada más transformador que dejar de caminar solo y descubrir que otros también buscan, agradecen y confían. La vida es para eso: para abrirse al encuentro, dejarse cambiar por la mirada de quienes nos acompañan… y vivir como lo que somos: libres para compartir.

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