Al Espíritu le llamamos Santo porque es Dios. Al mismo nivel que el Padre y el Hijo, con la misma categoría. El Espíritu no es Dios en menor medida que las otras dos Personas. Definitivamente no es un “Dios menor”.
En las familias los hermanos mayores se llevan muchas veces toda la atención y el tiempo de los padres. El pequeño queda atrás, y ya no es novedad, y apenas hay tiempo para atenderle, porque los otros hermanos acaparan todo el cuidado.
El Espíritu Santo no es un Dios de tercera (siendo esa su posición al nombrarle), como si jugara al fútbol en una división inferior a la del Padre y el Hijo, que lo hacen en la Liga principal. Grave error sería considerar a estos como los “galácticos” y el Espíritu un jugador más bien desconocido y del montón.
El Espíritu Santo tampoco es un regalo algo incómodo que nos han hecho… y como no sabemos qué hacer con él, lo llevamos al desván o lo dejamos aparcado en la bodega, porque no estamos seguros si debemos guardarlo o tirarlo. Francamente, no acabamos de entender para qué sirve. Así que se queda finalmente aparcado en un rincón de la casa, por si en el futuro pudiera servirnos para algo.
Sin duda el Espíritu es humilde, porque el amor es humilde. Eso hace que pase desapercibido fácilmente. Si no estamos atentos, el Espíritu pasa por nuestra vida y no nos damos cuenta.
Tristemente en algunos momentos de la historia hemos desatendido la dignidad del Espíritu Santo, como si fuera en cierta forma “el pariente pobre” de la Trinidad. Pero no es así, porque entre las Personas divinas no existe superioridad, mayor importancia o privilegio alguno.