Pues sí, la espero fervientemente. Me niego a creer que todo acaba con la muerte. Que no, que a Dios no le pega nada el “punto final”. Es más: Dios y muerte eterna son dos “conceptos” que no tienen cabida en la misma frase. No. Dios, perfecto, bueno y misericordioso, no puede querer que la muerte sea un telón que no vuelva a subir. Sería un despropósito, algo ilógico, un sinsentido.

Pero, lo cierto es que somos seres finitos. Estamos aquí por un tiempo, como solemos decir: «hasta que Dios quiera». Y no nos damos cuenta de lo mucho que decimos en esas sencillas y cotidianas palabras: que ponemos nuestra vida en sus manos, que confiamos en lo que Él disponga.

En ese “espero la resurrección de los muertos” hay un canto de una esperanza que no para quieta. No es un espero de estar aguardando a que llegue el momento (a ser posible, que sea tardío). Es un “espero” lleno de vida, un “espero mientras amo, desamo, río, lloro, aprendo, desaprendo, encuentro, pierdo…”. Esperamos mientras vamos haciendo camino. O quizás sea al revés: caminamos con la confianza puesta en un Dios que nos hizo para la eternidad.

La verdad es que me cuesta mucho pensar en esto de la resurrección. Quizás vivo muy apegada a este mundo, o muy aferrada a esta vida y sus esquemas…o quizás mi fe es muy muy débil. Así que pronunciar en el Credo «Espero la resurrección de los muertos» es para mí un deseo, un susurro que sale de lo más profundo de mí, que anhela que llegue al oído de Dios, y que vendría a decir algo así como: «Espero, Señor, el punto y seguido; el corazón latiendo a otro ritmo; la nueva luz; la nueva mirada; la gratitud por lo que fui y tuve; el abrazo para siempre; el reencuentro con todos los que quise; la espera paciente a los que quiero y querré… y, sobre todo, tu voz diciéndome: “bienvenida, Almu, no te asustes, estás en casa”».

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PastoralSJ
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