Uno de los males que tienen las ciudades es que hay una mayoría de personas que no conoce a sus vecinos. El modo de vida hace que incluso tan sólo coincidamos con ellos en el ascensor, escaleras y vestíbulos. Tal vez nos parezcan cada vez nuevos y desconocidos.

En los Ejercicios Espirituales [22], San Ignacio dice que “Todo buen cristiano ha de estar más dispuesto a salvar la proposición del prójimo que a condenarla”, por lo tanto, es una invitación a poner en el corazón de los otros la bondad, el deseo de un mundo mejor, el amor al prójimo y cumplir la voluntad de Dios (aún sin saber que son sus planes), y por qué no decirlo, esa santidad que en la humildad de los pequeños trasparenta y refleja el amor de Dios. A su vez, nadie educa para vivir en la ingenuidad de que “todo el mundo es bueno”, pero tampoco podemos creernos que el refranero acierta con el “piensa mal y acertarás”.

El Papa Francisco, en Gaudete et exultate (6-9), recuerda “magisterialmente” y “magistralmente” que son muchos en la Iglesia los que con la vida cotidiana santifican, y sin necesidad de peana, lo que es el modo ordinario de vivir de tantos, de la mayoría: trabajar para que la despensa de la familia logre alimentar a todos; cuidar a los enfermos, visitándolos y dedicándoles tiempo; llevar la compra al vecino que no puede valerse con autonomía suficiente; orar por los demás en la soledad de su casa o la penumbra de una capilla; hacer la vida más fácil a los demás; cuidar de los hijos que tantos padres no pueden atender; confiar en el indigente que pide limosna o comida y mirarles a los ojos como lo haría el Señor; mediar para que haya concordia y paz en las familias y comunidades; ancianos agotados que no dejan de responder por los hijos y nietos entregándoles tiempo y amor; ser de quienes tienen como principio no criticar sino pensar bien y no chismorrean….

Como dice el Papa Francisco, son esa Iglesia militante y también tantos hombres y mujeres fuera de la Iglesia. Todos estos santos viven entre nosotros. Para descubrirlos sólo hay que preocuparse de saber quién vive en “la puerta de al lado”, sin miedo a sorprendernos, no porque el Papa tenga razón, sino porque hay mucha gente buena.

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