Cuenta una vieja leyenda que el fantasma de rey Federico I Barbarroja, muerto en Asia Menor camino de las cruzadas, vagaba por toda Europa esperando el establecimiento de un imperio alemán que dominase medio mundo, desde el Mediterraneo hasta Asia Menor. Todos los nacionalismos necesitan un mito que los sostenga. Como también necesitan un descerebrado que alimente y manipule ese mito. Barbarroja se convirtió en un símbolo del nacionalismo alemán en los siglos XIX y XX. Por eso, cuando Hitler diseñó la invasión de la Unión Soviética bautizó el ataque precisamente como Operación Barbarroja. El fantasma del rey Federico tenía que volver a la vida para ver el «Reich de los mil años».

Pero en octubre de 1941 el ejército alemán había fracasado en dicho ataque. Pese a la movilización de casi cuatro millones de soldados –entre ellos centenares de españoles encuadrados en la famosa División Azul– y la conquista de miles de kilómetros cuadrados, la Werhmacht era incapaz de ocupar Leningrado y Sebastopol. Los soviéticos parecían contar con una reserva infinita de soldados que provenían del otro lado de los Urales. Pronto, la toma de Moscú pareció algo imposible. Hitler, en junio de 1942, prefirió asegurar los yacimientos petrolíferos del sur de Rusia y encaminó a su ejército hacia el Cáucaso. Y fue allí, en agosto, cuando el ejército alemán se encontró con Stalingrado. Hitler y Stalin frente a frente. Y un lema común en ambos bandos: ¡Ni un paso atrás!

Dicen los expertos que en Stalingrado se ha librado la mayor batalla de la historia de la humanidad. Quizás suene demasiado bonito o aséptico calificar así semejante carnicería fruto de la cabezonería y la cerrazón de dos psicópatas, Hitler y Stalin, con muy poco –o nulo– aprecio a la vida humana. Tras unos combates durísimos, calle por calle, casa por casa, habitación por habitación, el ejército alemán se vio atrapado dentro de la ciudad. Todo el VI ejército alemán –Más de 200.000 soldados y casi 10.000 civiles rusos– fueron cercados por el ejército soviético en pleno invierno.

Para los soldados alemanes se acercaba posiblemente la Navidad más triste. Con temperaturas de 20º bajo cero, rodeados de ratas y piojos, con apenas alimentos y atacados continuamente por los soviéticos, celebrar la Navidad se convirtió en el único hilo de esperanza que les unía con la vida.

Kurt Reuber era un pastor evangelista de 36 años, teólogo y artista, destinado en Stalingrado como médico de la 16º división blindada pánzer. Se hallaba en un búnker adaptado como enfermería. En uno de los pocos momentos de tranquilidad, sin heridos ni bombardeos, recuperó un viejo mapa ruso capturado al enemigo. Le dio la vuelta y con trozos de madera quemada, como si de un lápiz se tratase, en apenas 105 por 80 centímetros, esbozo la figura maternal de una Virgen que sostiene –protege– en los brazos a un Jesús recién nacido. Y enmarcando la imagen escribió las palabras del evangelista Juan Lich, Leben, Liebe: Luz, Vida, Amor.

Poco a poco la noticia se fue extendiendo entre los soldados alemanes. Muchos se desplazaban al búnker hospital de Reuber, arriesgando sus vidas ante los rusos, simplemente para contemplar el dibujo. El lugar pronto se convirtió en un santuario. Entre toneladas de armas, cientos de miles de muertos y en medio de una ciudad arrasada por la guerra e impregnada de odio, un pequeño dibujo hecho a carbón en la parte trasera de un mapa inservible se convirtió en la única señal de vida, de paz y de amor.

Semanas después, Kurt Reuber escribió a su mujer: «Madre e Hijo están inclinados el uno hacia el otro, envueltos en un gran manto, que protege a ambos. Me vinieron a la mente las palabras de san Juan: Luz, Vida, Amor. Contempla en el niño al niño primerizo de una nueva humanidad, que nacido con dolor, relumbra sobre toda oscuridad y tristeza».

Que sea para nosotros el símbolo de una vida triunfante y de feliz futuro que tras tanta experiencia con la muerte, amaremos aún con más ardor y autenticidad, una vida que sólo merece ser vivida si es pura como los rayos de la luz y cálida como el amor.

Reuber falleció en enero de 1944 en un campo de prisioneros de Rusia. El dibujo fue llevado a Alemania antes del final de la guerra. Actualmente se conserva en la Iglesia del Emperador Guillermo, en Berlín. Allí sigue pidiendo una oración por la paz, por el amor y por la vida.