Resulta sorprendente la manera que tiene la vida de llevarte de la mano a veces, y sentarte en la butaca más privilegiada para contemplar ciertas escenas de esperanza. Descubres que hay aprendizajes que sólo podrían haber sido adquiridos en calidad de testigo preferente.

No quisiera poner el foco en la tragedia, tan solo mencionar que unos padres han perdido de manera inesperada y repentina a uno de sus hijos, de apenas 13 años. Aunque pareciera que a esa edad no se ha empezado aún a vivir, tan solo ser alumno de un colegio, miembro de un equipo, una cofradía y por supuesto una familia, hace que sea una multitud la que quiera despedirle de una manera especial.

Mi butaca preferente es una silla del coro que acompaña la celebración. Desde ahí se ve una iglesia rebosada como no sé si he visto antes alguna vez; están todos, uno a uno podría ir contando algo de la vida de quien ya no está, precisamente la única persona que falta.

Intento recordar si yo he llegado a conocer a este niño, por quien hoy todas estas personas se juntan, pero llega un momento en que descubro que no ha hecho falta conocerle, que es incluso una mejor circunstancia para observar el cuadro.

Como cuando te enamoras de alguien, que preparas para ti un ideal de esa persona, que después vas completando y corrigiendo según vas teniendo un conocimiento más profundo. Ojalá nos alimentáramos más de lo que pudiera pensar quien se enamora de nosotros, y nos pudiéramos ver con esos ojos, quizá velados por el ideal, o quizá más completos de lo que nunca nos verán. Quizá Dios nos mire así.

Muy cercano a esa manera de mirar es como contemplo la escena: el deseo de la madre de que las canciones hablen de vida, de resurrección; la contagiosa pasión que desprende cada miembro del coro al cantarlas; la delicadeza de las palabras de la homilía, una obra de arte en homenaje a una persona, una familia, una comunidad; aunque entre lágrimas, las miradas de verdadera esperanza al escuchar anécdotas concretas; las palabras de emocionada inocencia de amigas suyas; la reivindicación de la unidad de la familia por parte de uno de sus primos… todo habla de la vida quizá de un modo más puro. Que la canción de nuestra vida se cante de esta manera.

El culmen del acto llega al final. La madre, que ha perdido a su hijo, en medio de la multitud, se levanta de su asiento y sube al ambón. Solo ese gesto riega de esperanza a todos los presentes. La fuerza de sus palabras radica en su sencillez: agradecer a todos por venir. Y sonriendo vuelve a su asiento.

Otros gestos no serán tan potentes como estos, pero ojalá seamos capaces de mirar tan de cerca al amor más puro, que está presente en más lugares de los que pudiera parecer a simple vista.