La larga soledad de la fe.

Periodista y escritora, nacida en Nueva York en 1897. Se ha dicho de ella que es posiblemente la figura más importante del catolicismo norteamericano del siglo xx. Pero una católica practicante difícil de clasificar. Desde muy joven sintió una enorme atracción por los desheredados («yo estaba enamorada de las masas»; «los pobres y oprimidos llenaban mi corazón») y esto le llevó muy pronto a unirse como periodista a movimientos radicales. Pero al mismo tiempo, por un anhelo parecido, fue acercándose a la Iglesia católica, hasta bautizarse en ella a la edad de treinta años: «ser católico en Norteamérica no era elegante… los católicos eran la gran masa de pobres… y este hecho también me llevó a Iglesia». La contemplación de la realidad, su inmersión en ella, la permanente conmoción ante la indefensión de las mayorías la llevaron progresivamente a desprenderse de todo para poner sus talentos al servicio de los últimos y hacer que su genio periodístico despertara la conciencia pública: «Es tan poco lo que uno puede hacer… vaciar los bolsillos, dar lo que tiene… y escribir».

Admirada y criticada al mismo tiempo por unos y otros. Socialistas y anarquistas respetaban su compromiso cotidiano con los pobres y su oposición al capitalismo, pero desconfiaban de su inserción eclesial. En el seno de la propia Iglesia ocurría algo parecido, generaba gran admiración su coherencia de vida y talante profético, pero no pocas veces se criticaba su radicalidad social y su pacifismo, que la llevó en distintas ocasiones a la cárcel. Ella deseaba la síntesis: sostener a un tiempo fe, esperanza, compromiso, espiritualidad, amor, militancia, revolución social. Una búsqueda hacia lo bello y lo justo para ofrecer su vida a la humanidad, el Cuerpo místico de Cristo.

La Biblia, la Doctrina Social de la Iglesia, los santos y los grandes de la literatura como Dostoievski, Tolstoi, Dickens, entre otros, la enseñaron a caminar por esta difícil senda del cristianismo. Una mujer entre la perfecta pobreza de Francisco de Asís y su alegría, entre el humor y la vitalidad emprendedora de Teresa de Jesús, entre la mística de Agustín de Hipona y la introspección de Ignacio de Loyola. No fueron sus únicos referentes, pero todos ellos alimentaron su espíritu. «Tengo hambre del pan de los fuertes. Yo también tengo que alimentarme para hacer el trabajo que he emprendido. Yo también tengo que beber en estos ricos manantiales para no ser una cisterna seca, incapacitada para servir a los demás».

En los años treinta, como respuesta a los males de la Gran Depresión (desempleo, desahucios, exclusión…) crea junto a Peter Maurin The Catholic Worker, un movimiento social dirigido en sentido amplio a trabajadores, pero muy especialmente a desposeídos y explotados. Desde entonces, su hogar será una de las casas de acogida del movimiento: «Yo soy madre, y la madre de una familia muy numerosa, por cierto. Ser madre es plenitud, es entrega a otros, es Amor, y, por lo tanto, es sufrimiento. Él ha hecho ‘asentar a la estéril en su casa’, madre feliz con hijos».

En sus textos y sobre todo en su autobiografía (La larga soledad), contemplamos el despliegue de su voluntad y su esperanza, el amor a los demás y a los más pobres en especial; la observamos como oyente de la Palabra; con un gusto siempre urgente por la soledad y el retiro, y un espíritu de adoración por todo. La descubrimos sosteniendo las polaridades del credo cristiano: providencia y justicia, tradición y revolución, religiosidad y política, porque todas ellas conformaron su hambre espiritual y la profunda búsqueda que orientó su vida.

De Dorothy Day podemos decir con verdad lo que ella misma escribió de su amigo Peter a los pocos días de su funeral: «Su amor a Dios le hacía amar al prójimo, sacrificar su vida por los hermanos, denunciar a voz en grito los males de la época: el Estado, la guerra, la usura, la degradación del hombre, la falta de una filosofía del trabajo… Cantó las delicias de la pobreza (no hablaba de indigencia) como un medio para avanzar en dirección a la tierra, para recuperar las queridas cosas naturales de la tierra y el cielo, del hogar». Las líneas de su retrato espiritual.

Dorothy Day murió en 1980. The Catholic Worker contaba entonces con 70 casas de acogida, cuatro comunas agrarias y un periódico con una tirada de 95.000 ejemplares. «Somos la escoria de todo –como decía san Pablo– y, no obstante, sabemos que hemos conseguido grandes cosas en estos cortos años, y la gloria no es nuestra. Dios ha elegido lo débil para confundir a lo fuerte, a los locos de esta tierra para confundir a los sabios».

La Iglesia la ha declarado ‘sierva de Dios’ y su proceso de canonización sigue adelante.