He ahí un concepto brutal. Y, por lo que parece, muy asociado a los movimientos ultra de algunos equipos de fútbol. Hay gente que queda para dar una vuelta, para ir al cine, para tomar un café o dar un paseo. Pero lo de quedar para partirse la cara tiene algo demencial. Uno pensaría que pegarse, cuando ocurre, es resultado de un calentón, una enganchada que se va de las manos, o un momento de roce que termina explotando. Y entonces, dos personas, o dos grupos, se enzarzan y se zurran.

 Pero esto no. Esto es una cita en toda la regla. Solo que en lugar de echarse colonia, querer lucir guapetes o pensar en un plan romántico para compartir con tu pareja, aquí los preparativos pasan por hacerse con bates de béisbol, barras de plástico y armas blancas. Y todo esto con abundante  planificación: lugar, hora, negociación sobre el número de participantes en la contienda, tomarse la preocupación de que no sea detectado el plan en las redes sociales, alquilar autobuses para llegar –los que vienen de fuera–… 

 Ayer murió un hombre de 43 años, con un hijo de 4 y una hija de 19. Era, por lo que parece, de los habituales en este tipo de tanganas. Y uno no puede dejar de preguntarse qué vacío tan tremendo tiene que haber en las vidas de quienes necesitan esta dosis de adrenalina vinculada a la violencia. Qué falla para que alguien que debería tener tantos motivos para luchar en la vida encuentre emoción y estímulo en la bronca planeada. Hasta el punto de arriesgarlo todo. ¿O es que acaso se vive tan solo como un juego salvaje, sin pensar en las consecuencias? Intuyes detrás vacío, falta de horizontes, algo muy primario que tal vez forme parte de los instintos más brutales que la civilización ha conseguido embridar. Intuyes un sinsentido brutal, o acaso un ansia de emociones, de sentimiento, de euforia que ya casi nada puede llenar en algunas personas. Y después, te quedas sin palabras.