Fruto de la fragilidad biológica inevitable de la especie humana, a la que me refería en mi comentario anterior, de pronto aparece en la familia la figura de la discapacidad intelectual. Unas veces en las pruebas prenatales —cada vez más frecuentes y extendidas—; otras veces en el momento del nacimiento de un nuevo hijo; otras veces a lo largo de los primeros meses/años de su vida. No voy a engañar. Esta aparición suele ser como un terremoto. Parece que el rumbo de la nave se pierde y se va a pique. En ocasiones, hasta los valores religiosos que quizá alimentaban a esa familia parecen esfumarse.

Lo habitual es que, superado el desconcierto inicial, surja de manera incontenible la fuerza que encara con decisión el reto de la discapacidad. Y poco a poco tiene lugar una transformación que convulsiona de raíz el sistema de valores. La discapacidad ayuda a generar energías, a centrar posiciones vitales, a acentuar la calidad de las cosas realmente trascendentes, a descubrir facetas y horizontes insospechados. En una palabra, el contacto directo con la discapacidad permite hallar lo más hondo y real del ser humano.

No piensen que me dejo llevar por el delirio de mis dos hijas con discapacidad. Me limito a resumir lo que permanentemente veo y leo en miles de madres y padres, hermanos y hermanas, que declaran y explican hasta qué punto el conocimiento y el trato con la debilidad y la limitación de un ser humano les ha suscitado el descubrimiento y la estima de los valores que más necesitamos en nuestra vulgar vida ordinaria. Ha desencadenado el inmenso poder de la resiliencia humana; es decir, esa cualidad por la que no sólo resistimos situaciones difíciles sino que además nos  sobreponemos y las afrontamos con determinación, saliendo fortalecido de ellas, superándolas. Por último, ha permitido profundizar en los desconocidos entresijos que enriquecen a toda persona, con independencia de sus limitaciones.

Recientemente, el editorial de una revista virtual dedicada al síndrome de Down planteaba esta pregunta: «¿Quitaría a su hijo el síndrome de Down?» Nunca el editorial de esa revista recibió tantas respuestas. Les invito a leerlas aquí 

Lejos de la conmiseración y de la lástima, la persona con discapacidad tiene un espacio en nuestro mundo que sólo ella puede llenar. Dotarla de capacidades, contribuir a elaborar su proyecto de vida y ayudarle a llevarlo a cabo, creer en ella, son tareas que nos conciernen a todos si de verdad valoramos lo que es una vida comprometida.